ESCUDO DE LA ORDEN DE SAN AGUSTÍN

El emblema de la Orden de san Agustín

Sobre un libro abierto aparece, atravesado por una flecha, un corazón del que se elevan llamas. En numerosas representaciones se desprenden gotas de sangre de la herida que produce la flecha y, en otras, aparece solo el corazón en llamas.

En el origen del emblema están dos textos de las Confesiones de san Agustín, uno del libro noveno –“Habías asaetado nuestro corazón con tu caridad y llevábamos tus

palabras clavadas en nuestras entrañas” (Conf. 9,2,3)– y otro del libro décimo –“Heriste mi corazón con tu palabra y comencé a amarte” (Conf. 10,6,8)–. Ambas afirmaciones se enmarcan en las reflexiones del santo sobre su propia conversión.

De los cuatro elementos–corazón, flecha, libro y llamas–, solo dos son mencionados de forma explícita: el corazón y la flecha.  El libro y las llamas, se sobreentienden bajo los términos “palabra” y “caridad” respectivamente. Todos los elementos son simbólicos: el corazón simboliza la interioridad del hombre; la flecha, la palabra de Dios; el libro, la Escritura; las llamas, el amor de Dios. Del libro –la Escritura– sale la flecha –la palabra de Dios– ardiendo – con el fuego del amor de Dios– que hace arder el corazón de Agustín –con el mismo amor de Dios–.

La interpretación del emblema resulta diáfana. La primera constatación es que asume lo específico del hombre: unir inteligencia y voluntad. Compagina verdad y amor, pero no cualquier verdad sino la verdad salvífica contenida en la Escritura, ni cualquier amor, sino el amor suscitado por la misma verdad salvífica. Verdad primero sobre Dios, que luego ilumina al hombre; amor cuya fuente es Dios, que luego invade al hombre. El emblema aúna, pues, luz y calor, ambos procedentes del venero de la Escritura; luz que ilumina la interioridad humana, el espacio personal donde él descubre toda su “historia”: pasado, presente y futuro; calor que, en este contexto, engendra siempre vida y nunca corrupción. Luz y calor unificados en las llamas que se elevan de la interioridad más profunda, en el fuego que se enciende en el brasero del Espíritu divino y funde al hombre en unidad diversificada con Quien le supera a él, con quienes son iguales a él. La luz –la verdad– acaba en calor –produce amor–; el calor –el amor– manifiesta la luz –revela la verdad–. La madre –la verdad– engendra al hijo –el amor–; el hijo –el amor– revela a la madre –la verdad–. Del conocimiento surge el amor; el amor ansía un conocimiento más seguro que, a su vez, producirá un amor más intenso, que anhelará un conocimiento aún más profundo, que impulsará un amor todavía más encendido, en un proceso que no conoce término. San Agustín había dicho: “no se accede a la caridad sino por la verdad” .

Es obvio que, si una flecha atraviesa el corazón de una persona, la sangre salta a borbotones. Pero no sucede así cuando una flecha incendiaria toca el corazón humano. En este caso la herida que produce es una quemadura, la quemadura del amor, en la imagen agustiniana. La flecha incendiaria hiere porque quema. En la representación simbólica de la idea del santo no hay lugar para gotas de sangre.

Representar solo el corazón significa faltar por defecto y empobrecer  la imagen. La razón es que queda sin indicar la fuente del amor y, consiguientemente, su naturaleza, datos aquí esenciales. San Agustín no  consideraba necesario invitar al amor, porque partía de que no hay nadie que no ame; de hecho, dado que el amor es principio de toda actividad, una persona que no ame algo o a nadie, morirá de inmediato por simple inacción. Lo que él pedía a sus fieles era que jerarquizasen su amor. Una distinción básica establecida por el santo al respecto es el amor como cupiditas y el amor como caritas. En el primer caso, el amor surge de la necesidad y se expresa como deseo; en el segundo, surge de una plenitud y se expresa como donación que no conoce necesidad alguna porque la plenitud es única. El amor como caritas proviene de Dios, lo impregna todo de Dios, y conduce a Dios. Este último es el amor con que Agustín comenzó a amar a Dios y al que se refiere el emblema de la Orden. Ahora bien, si solo se representa el corazón en llamas, se sabe que está ardiendo, pero no qué amor le hace arder.  En cambio, al representar también el libro se está indicando que el amor simbolizado en las llamas es el amor divino del que es acabada expresión la historia de salvación que relata la Escritura. La flecha es solo el medio que traslada el  fuego –el amor– de la Escritura –sin él no se entiende ella– al corazón humano. Únicamente el amor como caritas es capaz de sostener la unidad de almas y corazones hacia Dios de que habla en la Regla.

El libro no hace referencia al simple saber profano sino al saber último que da razón de todo otro saber: el saber sobre Dios y, desde él, sobre el hombre y el resto de la creación; se ha indicado también que el corazón en llamas no hace referencia a cualquier amor, por legítimo que pueda ser, sino al amor último, el que es fuente de todo otro amor lícito, el amor que, partiendo de Dios y tocando todo, conduce a Dios.

Pío de Luis vizcaíno, OSA.

LUIS VIZCAÍNO, Pío de, Rescoldos, nº 55, Diciembre-2015 (Rev de ASAF).

Cruz: Emblema máximo. Sufrimiento. Y gloria.

Mitra y báculo de San Agustín: son los signos de su dignidad de padre y pastor del pueblo fiel.

Correa: el cinturón del hábito agustino.

TOLLE LEGE, TOLLE LEGE (¡Toma y lee! ¡Toma y lee!)

SAN AGUSTÍN, Las Confesiones, Libro VIII. Cap. 12. Traducción P. José Cosgaya. BAC Minor, Madrid, 1986. Pgs. 266-269.

El Escudo o emblema de la Orden representado en la vidriera del ojo de buey lleva una cinta en su parte inferior con la inscripción latina “tolle, lege. Tolle, lege”. (¡Toma y lee! ¡Toma y lee!). Son las palabras que escuchó Agustín y que interpretó como mandato venido de Dios. Se incorporó y leyó en el códice a San Pablo. Agustín se convierte. Él lo narra así:

28. Pero cuando, desde los fondos más secretos de mi ser, en virtud de una profunda consideración, amontoné todo aquel cúmulo de miserias mías y las puse a la vista de mi corazón, se formó una borrasca enorme que se resolvió en abundante lluvia de lágrimas. Para descargarla en su totalidad con todo el aparato de bramidos, me incorporé junto a Alipio –la soledad se me antojaba más adecuada para dar rienda suelta a mi llanto- me retiré lo más lejos que pude, para que incluso su presencia física no constituyera obstáculo para mí. Tal era mi situación en aquellos momentos. Él se dio cuenta cabal de todo por no sé qué expresión que, según creo, formulé y donde se patentizaba que la inflexión de mi voz estaba preñada de llanto. En este estado me puse de pie.

Él se quedó en el lugar donde estábamos sentados. Me hallaba demasiado aturdido. Yo caí derribado a los pies de una higuera. No recuerdo los detalles del cómo. Solté las riendas de mis lágrimas y se desbordaron los ríos de mis ojos, sacrificio que te es aceptable. Si no con estas precisas palabras, sí con este sentido, te dije cosas como éstas: Y tú, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar eternamente enojado? No te acuerdes, Señor, de nuestras maldades pasadas. Al sentirme prisionero de ellas daba voces lastimeras: “¿Hasta cuándo voy a seguir diciendo mañana, mañana? ¿Por qué no ahora mismo? ¿Por qué no poner fin ahora mismo a mis torpezas?

29. Tales eran mis exclamaciones y las lágrimas dolorosas y amargas de mi corazón. De repente oigo una voz procedente de la casa vecina, una voz no sé si de un niño o una niña, que decía cantando y repitiendo a modo de estribillo: “¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”. En ese momento, con el semblante alterado, comencé a reflexionar atentamente si acostumbraban los niños en algún tipo de juegos a cantar ese sonsonete, pero no recordaba haberlo oído nunca. Conteniendo, pues, la fuerza de las lágrimas, me incorporé, interpretando que el mandato que me venía de Dios no era otro que abrir el códice y leer el primer capítulo con que topase.

Por otra parte, las referencias que me habían llegado de Antonio [San] apuntaban a que una lectura evangélica que había oído por casualidad la había considerado como dicha expresamente para él. La lectura era ésta: Vete, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Y luego ven y sígueme. Este oráculo provocó su inmediata conversión.

Así pues, me apresuré a acudir al sitio donde se encontraba sentado Alipio. Allí había dejado el códice del Apóstol cuando de allí me levanté. Lo cogí, lo abrí y en silencio leí el primer capítulo que me vino a los ojos: “Nada de comilonas ni borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos, más bien, del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rm 13, 13). No quise leer más ni era preciso. Al punto, nada más acabar la lectura de este pasaje, sentí como si una luz de seguridad se hubiera derramado en mi corazón, ahuyentando todas las tinieblas de mi duda.

30. A continuación, registrando el libro con el dedo, o con no sé qué otra señal, con ademán sereno, le conté a Alipio todo lo sucedido. Por su parte, me contó lo que también a él le estaba pasando y que yo desconocía. Me rogó le mostrara lo que había estado leyendo. Se lo enseñé, y el prosiguió la lectura del pasaje que venía a continuación. El texto era el siguiente: “Acoged al que es débil en la fe” (Rm 14, 1). Él se aplicó a sí mismo estas palabras y así me lo dio a entender. Esta intimación le dio ánimos para seguir en su honesto propósito, muy en congruencia con sus costumbres, en las que tanto distaba de mí ya desde siempre por ser mejores las suyas. Sin azoramiento ni vacilación de ningún tipo se unió a mí.

Acto seguido nos dirigimos los dos hacia mi madre. Se lo contamos todo. Se llena de alegría. Le contamos cómo ha ocurrido todo: salta de gozo, celebra el triunfo, bendiciéndote a ti que eres poderoso para hacer más de lo que pedimos y comprendemos. Estaba viendo con sus propios ojos que le habías concedido más de lo que ella solía pedirte con sollozos y lágrimas piadosas.

Me convertiste a ti, de tal modo, que ya no me preocupaba de buscar esposa ni me retenía esperanza alguna de este mundo. Por fin, ya estaba situado en aquella regla de fe en que, hacía tantos años, le había revelado que yo estaría. Cambiaste su luto en gozo, en un gozo más pleno de lo que ella había deseado, en un gozo mucho más íntimo y casto que el que ella esperaba de los nietos de mi carne.

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